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EL DILEMA DEL ECONOMISTA

/ Redaccion TInformativo /

Por: Alfredo Flores González
Taller de Narrativa Facultad de artes UABC Tecate

Bajo la escalera de hierro, junto a un jirón de luz ambarina, de entre dos cajas de cartón podrido, aparece una cucaracha. Este bohemio personaje apenas tantea la atmosfera con las antenas pandas y se queda quieta. Habría quizá desayunado un amargo trozo de pepino y unas pocas migas de pan. Habría andado hasta el puente y la habría adormecido su gran sombra. Luego habría vuelto tan sólo para esperar el atardecer; y ese habría sido todo su día.
Ahora sale y se encuentra con otra cucaracha hembra, a ambas les es agradable el color naranja que disfraza el concreto; por supuesto también un camuflaje natural. A una de las dos le gustaría libar algo dulce, a la otra quizá sentir algo cálido en el paladar diminuto. Y sin embargo ninguna de las dos cucarachas llega hasta el alféizar de mi ventana donde he colocado un cuenco con leche tibia. El gato negro de siempre tampoco llega.
Observo a través del cristal sucio la bahía ocho pisos abajo; un buque ex ballenero en la distancia, el mar tornándose púrpura conforme se acerca a la orilla, el trajín usual en el malecón antes del cierre de los comercios. Imagino de pronto que el gato se ha quebrado una pata. Que no subirá y que se quedará a dormir junto a las cucarachas. Recuerdo la primera vez que lo vi; una mirada verde de melancolía pura, huraño, mugriento. Tenía una mordida en el lomo. Le di leche y una rebanada de jamón. Al día siguiente volvió, y así cada noche desde hace cinco años. El gato nunca se queda. Viene, se va y sigue su historia. Historia donde no le falta ni una vida, donde no necesita dueños ni alguien que lo cuida y proteja. Sabe que siempre habrá a quien ronronearle, a quien hacerle carantoñas y lucirle su elegancia; alguien a quien aterrar aunque no sea supersticioso. Sólo tiene que vagar y esperar, esperar y que cualquier cosa pase. En cierta forma este gato es un náufrago de la vida. Así como yo también me he convertido en un náufrago, aunque uno del tipo social. Un náufrago social viudo que recibe pensión. A mis setenta y tantos años también sólo me queda esperar, esperar por una visita de mis hijos, correo equivocado en mi buzón, una enfermedad en los pulmones, que venga el gato negro a beber leche, que un asteroide caiga y destruya el edificio por completo, un tsunami aunque no es zona de tsunami.
Mientras estudiaba en la universidad hice mi investigación sobre la teoría del juego. Existe el dilema del náufrago. La cuestión es de lo más simple. Ya sea que se esté varado en mitad del océano o en una isla desierta. Si se tiene tinta y papel, una botella y un corcho, ¿qué escribirías? Pedirías por un rescate. Te despedirías de un ser querido o de tu gran amor. Narrarías tus aventuras. Pero hay tantas variables que considerar. ¿Cómo darías las coordenadas del lugar en el que te encuentras? ¿Habrías considerado la posible singladura de la botella? Las corrientes podrían llevarla hasta los esquimales o a una isla deshabitada de la polinesia; por lo que se sabe podría recorrer las orillas de los continentes por siglos. ¿Habrías considerado la barrera del idioma?, quien recuperase el mensaje podría no entender. Según la teoría del juego lo más prudente sería esperar o morir por suicidio. Nada alentador para ser sincero, pero las cosas son así de simples.
Se oye un golpe seco en la ventana. Un maullido corto y bajo. El gato que no es un economista, ni conoce de dilemas y variables, llega a tiempo para la cena.

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